De ida y vuelta



Un día, viviendo aún en el pueblo, visité el cementerio. Está en lo alto de una colina desde donde se divisa todo Salares, los viejos se sientan por la tarde en esa loma para ver la vida pasar, para comentar quién entra o sale, quién hace qué y con quién. El cementerio es pequeño, como el pueblo, y, si se puede decir en estos casos, coqueto. Lo cierto -y ésta es la idea principal- es que me asusté, no fue por los nichos llenos de flores en los que reposaban los antiguos pobladores de la villa, lo que me atemorizó realmente fue ver la cantidad de nichos vacíos que había, el darme cuenta que cada uno de nosotros tiene como destino habitar uno de esos agujeros.

La llamé Roma, el día que la compré, pensando en nombres, pasé por una perfumería que se refería a la capital italiana pero en mayusculas y vi como en el escaparate se reflejaba otra palabra. La letra "R" era lo único que se leía al revés, el resto era toda una señal. Entonces tenía tres meses y era un nueve de septiembre, así que decidí que el nueve de julio era su fecha de nacimiento, realmente no la felicité muchas veces. Han pasado trece años de todo esto.

Me llamaron desde el pueblo, hace más de un mes, era el padre del chico rumano que la cuidaba mientras que yo trabajaba en Málaga. Había muerto. Sabía que iba a ocurrir y durante dos horas no sentí nada particular, salí a dar un paseo, me apetecía compartir algo con alguien, no sabía el qué. Ya de vuelta a casa no pude evitar llorar, como un niño. Fue mi mayor y mejor compañía durante los últimos trece años y aún no soy capaz de expresar el tipo de sentimiento que me movía en aquel momento.
Era un nueve de julio, como en un espejo se refleja un nombre, como las cosas de ida y vuelta, así murió. Fue viviendo en la montaña, a ella le gustaba.

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